Además, quizá es extraño, pero me resulta gratificante saber que, algunos de ellos, lo último que se llevaron de este mundo fue una sonrisa, una caricia o un beso de quienes trabajamos allí. A veces es muy duro, y entras a una habitación en la que tienes a una señora con Alzheimer, y sales llorando todas y cada una de las veces, pero es porque te recuerda a alguien. No es pena por ella, es añoranza de los míos.
Cuidar a la gente mayor se ha convertido en mi vida. Y me gusta. Me gusta sonreirles, incluso a los que no me entienden (ni llegarán a hacerlo nunca, porque se irán sin saber siquiera quien son ellos mismos), me gusta acariciarles, atusarles el pelo, y decirles lo guapas y guapos que están esa mañana. Les pregunto cómo han dormido, si tienen hambre, frío o sueño. Les acomodo en sus sillas, les aparto un pelo que les molesta en la cara. Les curo heridas y les canto mientras lo hago. Intento fomentar y reforzar la parte de su mente que aún les permite llevarse una cuchara a la boca, o beber directamente de un vaso...
Les acompaño en el último tramo de su vida. Hay quien no lo necesita, porque está rodeado de nietos, hijos y amigos que les ayudan a tramitar esa parte de su existencia. Pero hay otros que necesitan que alguien les ayude a asumir la última parada de la estación. Y ahí estamos los que trabajamos en geriatría. Tendiéndoles la mano para que no tropiecen al salir del vagón, y se bajen con toda la dignidad que necesita cualquier humano.
Me encanta mi trabajo.
1 comentaron que...:
Sabes que no puedo estar más de acuerdo en todo lo que has escrito :)
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